martes, 13 de octubre de 2009

Monólogo de Hamlet


Hamlet: Ser o no ser... He ahí el dilema.
¿Qué es mejor para el alma,
sufrir insultos de Fortuna, golpes, dardos,
o levantarse en armas contra el océano del mal,
y oponerse a él y que así cesen? Morir, dormir...
Nada más; y decir así que con un sueño
damos fin a las llagas del corazón
y a todos los males, herencia de la carne,
y decir: ven, consumación, yo te deseo. Morir, dormir,
dormir... ¡Soñar acaso! ¡Qué difícil! Pues en el sueño
de la muerte ¿qué sueños sobrevendrán
cuando despojados de ataduras mortales
encontremos la paz? He ahí la razón
por la que tan longeva llega a ser la desgracia.
¿Pues quién podrá soportar los azotes y las burlas del mundo,
la injusticia del tirano, la afrenta del soberbio,
la angustia del amor despreciado, la espera del juicio,
la arrogancia del poderoso, y la humillación
que la virtud recibe de quien es indigno,
cuando uno mismo tiene a su alcance el descanso
en el filo desnudo del puñal? ¿Quién puede soportar
tanto? ¿Gemir tanto? ¿Llevar de la vida una carga
tan pesada? Nadie, si no fuera por ese algo tras la muerte
—ese país por descubrir, de cuyos confines
ningún viajero retorna— que confunde la voluntad
haciéndonos pacientes ante el infortunio
antes que volar hacia un mal desconocido.
La conciencia, así, hace a todos cobardes
y, así, el natural color de la resolución
se desvanece en tenues sombras del pensamiento;
y así empresas de importancia, y de gran valía,
llegan a torcer su rumbo al considerarse
para nunca volver a merecer el nombre
de la acción.

SHAKESPEARE, W. (2006). Hamlet. Madrid: Losada.

miércoles, 29 de abril de 2009

Himno a Martos




Martos glorioso mi pueblo altivo,
rama fecunda de verde olivo,
solar de historia, flor de leyenda.
Firme es tu nombre como la Peña.

Martos glorioso mi pueblo altivo,
firme es tu nombre como la Peña, (bis)
como la Peña torre de luz,
entre olivares y cielo azul.

Pueblo que lucha por el futuro
y hace caminos y traza surcos,
surcos profundos de noble hombría
al sol radiante de Andalucía.

Y son sus hijos hombres de honor
y el más honroso san Amador.
Y tus mujeres aceituneras
fértil besana de nuestra tierra.

De nuestra tierra que no descansa
de dar cosechas a la esperanza.

Pueblo que reza y humilde implora
a santa Marta y la Labradora.
Pueblo que reza y humilde implora

a santa Marta y la Labradora.

Martos glorioso mi pueblo altivo,
por ti mi canto es como un latido
que brota alegre con ilusión
como un suspiro del corazón.

Martos glorioso, faro y vigía
de nuestra España, ¡y Andalucía!



CALVO MORILLO, M., PULIDO MOULET, J. (1981). Himno a Martos.

Horacio y el tópico del 'Carpe Diem'


No pretendas saber, pues no está permitido,
el fin que a mí y a ti, Leucónoe,
nos tienen asignados los dioses,
ni consultes los números Babilónicos.
Mejor será aceptar lo que venga,
ya sean muchos los inviernos que Júpiter
te conceda, o sea éste el último,
el que ahora hace que el mar Tirreno
rompa contra los opuestos cantiles.
No seas loca, filtra tus vinos
y adapta al breve espacio de tu vida
una esperanza larga.
Mientras hablamos, huye el tiempo envidioso.
Vive el día de hoy. Captúralo.
No fíes del incierto mañana.


HORACIO FLACO, Q. (2004). Odas y épodos. Madrid: Cátedra.

martes, 28 de abril de 2009

Consejos para 'escoger' a la mujer: Arcipreste de Hita


Si quieres amar dueñas o a cualquier mujer

muchas cosas tendrás primero que aprender

para que ella te quiera en amor acoger.

Primeramente, mira qué mujer escoger.


Busca mujer hermosa, atractiva y lozana,

que no sea muy alta, pero tampoco enana;

si pudieres, no quieras amar mujer villana,

pues de amor nada sabe, palurda y chabacana.


Busca mujer esbelta, de cabeza pequeña,

cabellos amarillos, no teñidos de alheña;

las cejas apartadas, largas, altas, en peña;

ancheta de caderas, ésta es talla de dueña.


Ojos grandes, hermosos, expresivos, lucientes

y con largas pestañas, bien claros y rientes;

las orejas pequeñas, delgadas; para mientes

si tiene el cuello alto, así gusta a las gentes.


La nariz afilada, los dientes menudillos,

iguales y muy blancos, un poco apartadillos,

las encías bermejas, los dientes agudillos,

los labios de su boca bermejos, angostillos.


La su boca pequeña, así, de buena guisa,

su cara sea blanca, sin vello, clara y lisa;

conviene que la veas primero sin camisa

pues la forma del cuerpo te dirá: ¡esto aguisa![...]


RUIZ, ARCIPRESTE DE HITA, J. (1981). El libro del Buen Amor (15ª ed.). Madrid: Castalia.

viernes, 24 de abril de 2009

Cap. VIII: Don Quijote contra los molinos de viento



En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
–La aventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubrieron treinta, o poco más desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer, que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.
–¿Qué gigantes? –dijo Sancho Panza.
–Aquellos que allí ves –respondió su amo– de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
–Mire vuestra merced –respondió Sancho– que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
–Bien parece –respondió don Quijote– que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes iba diciendo en voces altas:
–Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.
Levantóse en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:
–Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
Y diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo galope de Rocinante y embistió con el primero molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí a caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo.
Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio con él Rocinante.
–¡Válgame Dios! –dijo Sancho–. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
–Calla, amigo Sancho –respondió don Quijote–; que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo, han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.
–Dios lo haga como puede –respondió Sancho Panza.
Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba. Y, hablando en la pasada aventura, siguieron el camino […].


CERVANTES SAAVEDRA, M. (2005). Don Quijote de la Mancha (10ª ed.). Barcelona: Vicens Vives.

miércoles, 22 de abril de 2009



















Andaluces de Jaén,


aceituneros altivos,


decidme en el alma: ¿quién,


quién levantó los olivos?







No los levantó la nada,


ni el dinero, ni el Señor,


sino la tierra callada,


el trabajo y el sudor.





Unidos al agua pura


y a los planetas unidos,


los tres dieron la hermosura


de los troncos retorcidos.





Levántate, olivo cano,


dijeron al pie del viento.


Y el olivo alzó una mano


poderosa de cimiento.





Andaluces de Jaén,


aceituneros altivos,


decidme en el alma: ¿quién


amamantó los olivos?





Vuestra sangre, vuestra vida,


no la del explotador


que se enriqueció en la herida


generosa del sudor.





No la del terrateniente


que os sepultó en la pobreza,


que os pisoteó la frente,


que os redujo la cabeza.





Árboles que vuestro afán


consagró al centro del día


eran principio de un pan


que sólo el otro comía.





¡Cuántos siglos de aceituna,


los pies y las manos presos,


sol a sol y luna a luna,


pesan sobre vuestros huesos!





Andaluces de Jaén,


aceituneros altivos,


pregunta mi alma: ¿de quién,


de quién son estos olivos?





Jaén, levántate brava


sobre tus piedras lunares,


no vayas a ser esclava


con todos tus olivares.





Dentro de la claridad


del aceite y sus aromas,


indican tu libertad la libertad


de tus lomas.





HERNÁNDEZ, M. (1979). Obra poética completa. Madrid: Zero.

Miguel Hernández: Olivos de Jaén

Andaluces de Jaén,


aceituneros altivos,


decidme en el alma: ¿quién,


quién levantó los olivos?



No los levantó la nada,


ni el dinero, ni el señor,


sino la tierra callada,


el trabajo y el sudor.



Unidos al agua pura


y a los planetas unidos,


los tres dieron la hermosura


de los troncos retorcidos.


Posromanticismo en Bécquer: Rima LIII


Volverán las oscuras golondrinas

en tu balcón sus nidos a colgar,

y otra vez con el ala a sus cristales

jugando llamarán.


Pero aquellas que el vuelo refrenaban

tu hermosura y mi dicha a contemplar,

aquellas que aprendieron nuestros nombres...

¡esas... no volverán!


Volverán las tupidas madreselvas

de tu jardín las tapias a escalar,

y otra vez a la tarde aún más hermosas

sus flores se abrirán.


Pero aquellas, cuajadas de rocío

cuyas gotas mirábamos temblar

y caer como lágrimas del día...

¡esas... no volverán!


Volverán del amor en tus oídos

las palabras ardientes a sonar;

tu corazón de su profundo sueño

tal vez despertará.


Pero mudo y absorto y de rodillas

como se adora a Dios ante su altar,

como yo te he querido...; desengáñate,

¡así... no te querrán!


BÉCQUER, G. A. (1985). Rimas y leyendas. Salamanca: Anaya.

La Saeta


¿ Quién me presta una escalera

para subir al madero, para quitarle los clavos

a Jesús el Nazareno?


Saeta popular


¡Oh, la saeta, el cantar

al Cristo de los gitanos,

siempre con sangre en las manos,

siempre por desenclavar!

¡Cantar del pueblo andaluz,

que todas las primaveras

anda pidiendo escaleras

para subir a la cruz!

¡Cantar de la tierra mía,

que echa flores

al Jesús de la agonía,

y es la fe de mis mayores!

¡Oh, no eres tú mi cantar!

¡No puedo cantar, ni quiero

a ese Jesús del madero,

sino al que anduvo en el mar!


Machado, A. (1981). Campos de Castilla (7ª ed.). Madrid: Cátedra.

Soneto XXIII de Garcilaso de la Vega: Todo un clásico


En tanto que de rosa y azucena

se muestra la color en vuestro gesto,

y que vuestro mirar ardiente, honesto,

enciende al corazón y lo refrena;


y en tanto que el cabello, que en la vena 5

del oro se escogió, con vuelo presto,

por el hermoso cuello blanco, enhiesto,

el viento mueve, esparce y desordena:


coged de vuestra alegre primavera

el dulce fruto, antes que el tiempo airado 10

cubra de nieve la hermosa cumbre;


marchitará la rosa el viento helado.

Todo lo mudará la edad ligera

por no hacer mudanza en su costumbre.
DE LA VEGA, G. (1989). Poesías completas. Madrid: Castalia.

Mito de Apolo y Dafne


Apolo, el dios del sol y de la música, era un gran cazador. Una vez quiso matar a la temible serpiente Pitón que se escondía en el monte Párnaso. Habiéndola herido con sus flechas, la siguió, moribunda, en su huída hacía el templo de Delfos. Allí acabó con ella mediante varios disparos de sus flechas.


Delfos era un lugar sagrado donde se pronunciaban los oráculos de la Madre Tierra. Hasta los dioses consultaban el oráculo y se sintieron ofendidos de que allí se hubiera cometido un asesinato. Querían que Apolo reparase de algún modo lo que había hecho, pero Apolo reclamó Delfos para sí. Se apoderó del oráculo y fundo unos juegos anuales que debían celebrarse en un gran anfiteatro, en la colina que había junto al templo.


Orgulloso Apolo de la victoria conseguida sobre la serpiente Pitón, se atrevió a burlarse del dios Eros por llevar arco y flechas siendo tan niño. Irritado, Eros se vengó disparándole una flecha de oro, que le hizo enamorarse de la ninfa Dafne locamente, mientras a esta le disparó otra flecha, esta de plomo, que le hizo odiar el amor y especialmente el de Apolo.


Dafne era una ninfa cazadora consagrada a Ártemis, y por lo tanto, rechazaba cualquier tipo de amor masculino, y, por supuesto, no quería casarse.De tal modo, el enamorado Apolo persiguió locamente a Dafne. Mientras, ella huía de él. Pero, poco a poco, Apolo fue reduciendo distancias y cuando iba a darle alcance, y se encontraba ya cansada, Dafne pidió ayuda a su padre, el río Peneo de Tesalia. Apenas había concluido la súplica, cuando todos los miembros se le entorpecen: sus entrañas se cubren de una tierna corteza, los cabellos se convierten en hojas, los brazos en ramas, los pies, que eran antes tan ligeros, se transforman en retorcidas raíces, ocupa finalmente el rostro la altura y sólo queda en ella la belleza.


Este nuevo árbol es, no obstante, el objeto del amor de Apolo, y puesta su mano derecha en el tronco, advierte que aún palpita el corazón de su amada dentro de la nueva corteza, y abrazando las ramas como miembros de su cariño, besa aquél árbol que parece rechazar sus besos.


Como consecuencia de este lance, el laurel es la planta dedicada a Apolo, en recuerdo de su amor por Dafne. Una corona de laurel era el premio que recibían los ganadores del concurso Pítico.
OVIDIO, P. N. (2005). Metamorfosis. Madrid: Cátedra.